Los fenómenos de la naturaleza son, fueron y serán completamente
independientes de la voluntad humana. Sin embargo, comparten con ella algunos
de sus rasgos más singulares, por más extraño que resulte. Hablo del capricho.
Hablo del frío y de la lluvia un jueves de primavera en la ciudad autónoma de
Buenos Aires. Capricho de que llueva durante días, en esos días en los que las
humanas estadísticas pronostican sol. Y amor. Que aunque no lo veamos, siempre
está. En ese marco de extraña comunión entre lo humano y lo salvaje, el Botis Cromático cerró el catálogo de presentaciones de su show “El gato con Botis”. Aventura
músico-estroboscópica co-protagonizada por Julián Gándara en cello, teclados y
magia.
El Universal fue, una vez más, la pista elegida
para que la nave cromática aterrice junto a los sortilegios estratégicamente preparados
para este viaje. Despuntan los primeros acordes y es inmediata la metamorfosis
del entorno. Ya no es esta ciudad, ni este país, ni es este mundo. Estamos en
el universo de Botis, en ese laberinto que despliega y se enrienda entre
canciones y sonidos e historias que van encerrándose unas a otras, en espiral
ascendente. No es sólo una melodía y su letra, es la creatividad puesta al
servicio del que esté listo para esta expedición.
Botis toca, y no es sólo jugar con las cuerdas,
es su habilidad para valerse del entorno y crear una fábula que cobra vida en
ese preciso momento, y que es única e irrepetible, e hizo de cada aventura en
el tejado una travesía singular. Botis canta, pero es un juego de palabras que
se da entre un tema y otro, es eso que excede a la lista que está escrita pero
que jamás quedará claro si se respeta. Artesano del discurso, transforma en
mensaje la risa que provoca un dragón en nuestra época. Una mirada reflexiva
que se esconde debajo de un sombrero que casi tapa por completo sus ojos
inmensos, profundos, oscuros pero transparentes.
Su inventiva no tiene límites, y presenta un adminículo
acompañado de una parábola para invocar al gato, pero que el llamado sea lo más
argento que se pueda. Se calza la máscara del espíritu del monte para entrar en
clima. “El Umbral” pegadita a “Niño” y cuando estamos por sucumbir en el mundo
onírico que nos propone, llega del mismo dúo lo que ahora es “una banda de heavy mental” de one-hit wonder en el que explica qué
hacer con un dragón nacido en pleno siglo XXI. Le pide al gato que ponga garra,
y cuelga del cello el respectivo utensilio. “Tenemos dos cumbias”, anuncia. Y sabemos qué esperar cuando
confiesa en clave rallador que los mató por amor o expresa su enamoramiento en jerga
obrero de la construcción. Llega la hora de la desprogramación, con un Robotis
con la voz de fonito y que es un autómata azulado por encima de su cabeza. Prende
la máquina del tiempo con esa llama que hace perdurar un rato más el viaje
ancestral. Afinador orgánico, dos orejas gigantes. “Tumbas del amor”, y se van
con una de Megadeth justo antes de blanquear la propuesta: volver al niño que
somos, divertirnos y disfrutar, mirar con los ojos de la curiosidad y la sabiduría
de la intuición.
Todo esto, condensando en apenas un rato. Ahora,
toca volver. Desandar el laberinto. Aceptar la contradicción, y en la compañía
de lo que no fue despojarse del bien, despojarse del mal y saber que existe un
lugar donde mueren las nociones, nacen los sentidos. Poder volver ahí, acá, a
estas canciones que hacen creer que las fábulas de las alas nunca descansarán.
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