Los días se suicidan. Darse cuenta,
despabilarse. Entrar al MNBA de noche un jueves que no es de este mundo. Y
explicarlo, no obstante, con estas palabras. Recorrer un museo intervenido, subir
escaleras, empujar una puerta muy pesada, sentarse en un banco de mármol, tener
una buena amiga, salir al patio. Dar tregua. Estar vivo, y que no duela. Una
banda que conocés, en un lugar que conocés y aún así, que la experiencia sea novedosa.
Un cuadro lleno de preguntas, un busto lleno de respuestas, una sala llena de
personas. Una cerveza de Holanda, una fiesta a la que están todos invitados,
una masa de invitados de un círculo cerrado que se abre como una puta del mejor
burlesque. Un caleidoscopio lisérgico de sonido en expansión, ruido que se transforma
en proyección y despega al espíritu del cuerpo, que queda flotando entre estos marcos
dorados, tan pesados y enormes. Las paredes bordó se van acercando, cerrándose
hasta aplastarnos. Y en esa grieta, la música va naciendo desde instrumentos hechos
a pequeña escala, al borde de la irrealidad. Esos sonidos, entonces, comiéndose
el cuerpo, fa.go.ci.tán.do.lo. Una plaga que arrasa con todo lo que está a su
paso, la materia de la superficie. Y la espera divina, porque es apenas un
pasillo el que nos separa de ese angelito que lleva envuelta la cabeza del hijo
de dios. Y de todos esos santos que son tan pero tan oscuros que podrían ser
una tormenta. Quedar, entonces, de cara a la esencia. De cara o de ojete, eso
es lo que no sé todavía. Los días se suicidan, porque saben resucitar. Éste lo
hace todos los meses. Bellos Jueves.
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