Esta tarde no hubo fuerza en los rayos y yo
pensé que esa es la manera en la que el astro nos exhorta por vivir tan (pero
tan) lejos de la paz. Sin embargo, La Familia de Ukeleles convocó a un encuentro
vespertino en el Planetario y la mística que se generó me dio esperanzas. Acústicos
como es su costumbre, pero sin paredes que pudieran contener sus
canciones, los músicos llevaron su sonido al amparo de los árboles del Parque 3
de Febrero.
Acoplando sus canciones al ruido ambiente de palomas
volando, aviones cruzando y gansos de tránsito, la pequeña orquesta contagió su
alegría a la par que volvió a deslumbrar a quienes desde las lonas
extendidas sobre el pasto aplaudían el sonido de la guitarra resofónica de
Diego Pozzi, la encantadora voz de Melisa Muñiz, el amparador contrabajo en los dedos de Damian Manfredi, la creativa percusión de Fideo
Capdeville, la destreza en las cuerdas de Adrián Capresi y la vivacidad sonora
de Matías Martinelli.
Tocaban las canciones de siempre, que
finalmente encontraron hogar en el primer disco de estudio de esta maravillosa
banda. Todo venía bien, sonando lindo, oleadas de energía que iba y venía.
Pero algo inesperado me quitó el aliento: de repente, del público emergieron muchísimos
ukes que se unieron armoniosos. Una sensación de alegría abrumadora abrazó el
encuentro. Compartir, invitar, unir, trascender.
Seguramente de esto se trataba ese flashmob que desde las redes agitaron. Y
de todas las cosas maravillosas que los vi hacer en este tiempo, ésta está
entre las más lindas y vívidas. Que la creatividad les valga, y las ganas de
compartir e incluir. Ese mágico momento donde borran las diferencias público-artista
para compartir lo que son. Me llevo eso, que me devolvió lo que pensé perdido.
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