Cuenta la leyenda que en el cuadrado perfecto habita
un tigre. El animal se alimenta de sonidos cuidados y libres, porque confía en
la autogestión colectiva y la música que se funda en la independencia. Nada de
jaulas, ni de pautas a seguir. Sólo el instinto y las ganas de compartir. Sus
cuidadores lo tratan con respeto y admiración, quienes los conocen dicen que a
veces se reúnen en torno a él y desatan ritos de alabanza. Mientras tanto, el
tigre crece en el más afable de los entornos: la camaradería de quienes están
dispuestos a cumplir la promesa.
El sábado pasado, el bestial felino llegó a la
ciudad. Su visita fue la consagración de una forma de concebir la música, de
una postura firme y una propuesta contundente. Bandas haciendo lo que saben
hacer, y lo que quieren. En una ceremonia donde todo estuvo por encima de las
expectativas, lo que primó fue el clima de fiesta. Abrazos a troche y moche,
emoción a flor de piel, saltos, gargantas estallando en coros eternos. Una
grilla que mostró el respeto que reina (no
tengas miedo) en el sello, se cumplieron a rajatablas los horarios, y se
veía abajo del escenario a los músicos que estaban por subir o que ya habían
tocado, ahí, mezclados con los fanáticos de primera hora, agitando, alentando,
admirando el trabajo de sus compañeros.
El recorrido del sol, desde que ciega hasta que
se esconde, se reflejó en el iris de todos los visitantes que vinieron a venerar
al tigre. En un escenario, el techo es el cielo y el calor, extrínseco. En el
otro, las columnas dividen la imagen y el calor explota de un cuerpo a otro, y
se contagia. El tiempo no existe, no pasa, no pesa. La veda es una anécdota que
se empieza a contar promediando el festival. La noche nos sorprende, tibia y
acogedora, en un pogo sin final. Pasó una edición más, y otra huella se suma al
recorrido. Un rugido que no se calla, una fiera que mansa avanza y conquista
nuevos escenarios, nuevos seguidores y una horda de animales que ríen y cantan
en torno a él.
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