Sabida es ya mi dificultad para interpretar la
GuíaT en los planos que visito casi nunca. Peripecias hasta por fin dar con la
combinación Línea B + 152, “pero el que
va enfrente, ese, el que está pasando justo ahí”, amable el chofer señala
antes de arrancar. Y de la seguridad de llegar con tiempo suficiente para
recorrer la expo de Van Gogh a que el tiempo alcance apenas para una foto
cayendo del edificio y las peores ubicaciones en el Auditorio de La Usina del
Arte.
Cruzo las puertas y ahí está sonando, como un
pequeño batallón super entrenado, la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires.
Mientras los miro tocando sus relucientes instrumentos, los pienso como piezas
de ajedrez. Cada uno acomodado en su casillero, con pleno conocimiento de los movimientos
que le estarán habilitados, conciencia plena de lo que se espera que cada quien
dé. La fragilidad del ensamble entre sus jugadas individuales para alcanzar el
resultado final. Esa fragilidad es la que emociona, y la potencia del sonido es
la que eriza la piel.
Fibras nuevas que vibran cuando los contrabajos
atacan, los ojos tratando de distinguir las infinitas cuerdas del arpa. Me deja
helada la pregunta absurda, ¿y si uno se equivocara?, la duda se aleja cuando
llega la Marcha Nupcial, esa que en estas circunstancias oficia de “una que
sepamos todos”. Una sucesión de imágenes se va acumulando en las butacas
contiguas, hormigas de frac, desiertos y noches. Claro, también llegan Mickey
Mouse, Daisy y Pluto en su versión old school. De este torbellino de
vibraciones refinadas al Kentucky en Corrientes por una que chorrea muzza por
todos los costados. La versatilidad del sábado, amén.
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