Extrañaba esos lugares que elijo para huir de la vorágine pero que paradójicamente están emplazados en el centro de la misma, y así fue que decidí deliberadamente ir a visitar el Sívori. Es la hora del ocaso, ahí cuando el día y la noche se unen en un abrazo que estalla en esa fusión de colores imposibles de imitar. Necesito ser testigo, necesito no dejarlo pasar.
Sé que voy a encontrarme con contraluz, de Juan Gatti, pero sé perfectamente que eso será el efecto secundario de mi dosis de sosiego. Claro que la exposición es exquisita, porque el artista lo es también. Pero esta vez yo sólo quiero rescatar al Sívori como otro de mis bunkers citadinos.
Si la Ciudad estuviera en llamas me complacería dejarme envolver por lenguas de fuego, si es que ellas se decidieran a pasearse por el Museo. Que me encuentren festejando por dentro el placer inmenso que me produce ese cubículo donde se erige insolente el tronco de una tipa y veo sus raíces a la altura de mis hombros; o que me encuentren sentada en el banco de madera al lado del niño de piedra mientras me dejo envolver por el sonido del tren, latido del corazón de las ciudades en llamas.
Levanto los pies del piso, cierro los ojos y me dejo envolver por el ambiente. Es un viaje fugaz, pero certero. Llego a destino, me encuentro conmigo, tomo la punta del cable, junto todas mis fuerzas y lo arrojo lo más lejos que puedo. Porque de eso se trata mi paseo por el Sívori: cable a tierra.