La
Sala Martín Coronado del teatro San Martín fue sede, una vez más, de una de las
obras que integra la trilogía más destacada del dramaturgo ruso Antón Chéjov. Con
un elenco maravilloso, encabezado por una brillante Cristina Banegas, que sabe
llevar adelante el papel principal dándole a Liuba en la medida justa la
solemnidad y parsimonia que el personaje requiere para el caso. Acompañada por
un repertorio de actores principales y secundarios que se combinan a la
perfección para traer al 2014 una obra concebida 110 años atrás, que no
obstante pone sobre el tapete un dilema que tiene lo suyo de contemporáneo,
porque la crisis es la constante, pese a la intempestad del paso del tiempo, y
de la evolución siempre tan curiosa de la raza humana organizada en sociedad.
Lo
que se deja entrever, más que aquello que se muestra y mucho más allá incluso
que aquello que se ostenta, es lo que apela a la sensibilidad del espectador, a
su reflexión y a su asombro. Los espacios que se tejen en ese lugar en blanco que
existe entre las oraciones que construyen al guión son los que hablan desde el
silencio e interpelan al público. Ese jardín de cerezos que se intuye más allá del
escenario, y que es la representación de una aristocracia en decadencia, puede
leerse a la luz de los eventos actuales como la amenaza al status quo.
Dirección
y adaptación a cargo de Helena Tritek, con una escenografía que deslumbra desde
el primer momento, música original que se disfruta en vivo, un vestuario majestuoso
y una fantástica puesta en escena, dan cuerpo y sustento a esta obra que
resulta una perla rescatada del fondo del mar. No tanto porque “El Jardín de
los cerezos” no tenga el peso que tienen los clásicos, sino porque obras de esta
magnitud pueden llegar a pasar desapercibidas y perderse entre tanta oferta. No
es este el caso, y lo que logra Tritek junto a su equipo es calidad y novedad,
en la proporción exacta, como si entre todos tuvieran la receta de la pócima
que hace de un clásico un verdadero deleite.