Salón Pueyrredón, una estrella a cada lado del cartel y así fue siempre. Las ventanas abiertas de par en par dejando entrar el aire viciado que llega desde la emblemática Avenida Santa Fe, las escaleras de mármol, la barra y su modesta oferta, la mesa de discos. Y así, sin más, el show empieza.
Facu de invitado y suena “Lo que más quiero”, pauta de que estamos frente al momento convertido en un clásico de los shows en vivo de Mateo de la Luna. El ventilador hace que el pelo flote por el aire, como tanto me gusta, y lo deja viajando por la galaxia, eliminando el mal del universo. Los pájaros me llevan al fondo del océano, ese es el mundo en la luna que propone Mateo.
Todavía hay una distancia que separa al público del escenario, una barrera invisible que nos mantiene alejados y contenidos, y así vamos a permanecer. Ni el ritmo sentido de “Como una rana” va a hacernos saltar esta noche, pero eso no quita que los chicos no estén sonando fatal, con toda la energía terrestial que los caracteriza. Breve pero intenso, a su paso dejan el aire atiborrado de bravura y potencia.
Yo, por suerte, tengo la mía al lado. Me gusta escucharlos en vivo cantándole la canción con la que bauticé a mi Pequeña Napoleón. Valentín y los Volcanes armó un playlist impecable, honrado la re-edición de Todos los Sábados del Mundo, y eligiendo los hitazos de Play al Viejo Walkman Blanco, disco emblema dentro de mi reproductor de Mp3.
Algunos momentos en los que los parlantes devolvieron ese sonido intenso con el que se entregan los valentinos y ya no fue posible quedarse quietito en el lugar, aunque la fiebre se mantuvo contenida, el estallido a punto, pero reservado: “Los chicos de Orense”, “El gran hombre del planeta”, y la despedida a todo trapo con “Pararrayos”. Y a esta altura, ya estoy hecha.
Bicicletas arranca con “12 Peces”, y después ya me adivinan con mis ojos mirando siempre desde lejos, como un agujero negro más. Llegó el momento del rock en estado puro. El público y el ritmo tienen una esencia más ruidosa que cancionera, toma el protagonismo la sonoridad salvaje de las cuerdas, el beat rockero de la bata, los teclados implacables. “11 y 20” es todo lo que estaba esperando, y no me decepciona en lo más mínimo. Hunden el Salón en su power rock repleto de canciones intensas, penetrantes.
Una fecha que ofreció pluralidad de géneros y lo mejor en cada uno de ellos. Embriagada de música y asustada hasta la médula, me retiro de Salón y me despido hasta la próxima, porque el río va hacia el mar.