Inicia el acto IV, pienso en la magia y sus múltiples formas. Que un puñado de bailarinas se transformen y sean blancas como la nieve que cubre el corazón cuando hay tragedia. Que recorran el escenario flotando, como si tener alas fuera una cuestión de disciplina. No es el malvado hechicero el que me hace pensar en todo esto, tal vez sea Benno y su afán por ayudar a su amigo, tal vez el paseo del palco a la platea por descuidar las agujas en una ciudad caótica.
Y son maravillosas cuando se mueven, la delicadeza llevada al extremo. Apenas si apoyar la punta de los dedos en el borde del tutú, apenas si dejarse sostener para volar bajito. Cada salto es asombro, cada movimiento sorpresa y ganas de replicarlo, aún sabiéndolo imposible. Distraer la atención y posarla en las manos del director de la Orquesta, que por debajo del nivel del mar desata un tsunami de sonoridad impoluto. El momento del arpa es tan sublime que podría dejar que una lágrima le haga compañía. A cada momento la danza y la música parecen ligarse de una forma tan estupenda que yo podría volver a creer en el matrimonio perfecto.
Buenos Aires es tan infinita en sus ofertas, que perdérselas es tan probable como encontrar en una función de Ballet la magia en la Tierra.