Como
si todos los días de la semana pudieran entrar en el último y fuera una eximia
alquimista en el arte de condensar el tiempo, me apuro el domingo a hacer todo
eso que no hice: visitar a mis amigues, “¡Pero
si somos familia!”, mirarte los dedos sin que te des cuenta, sentir pena
por el cóndor y asistir como espectadora al santo ritual de un recital de
rock.
Llego con tiempo de sobra, y aunque todavía falte un rato para que Daffunchio y
los suyos den inicio a la ceremonia, en las inmediaciones de Groove se respira nacional.
Un pibe de espaldas, se
ve que o no se aguantó o es de los que gustan marcar territorio a lo salvaje. Cortinas
de metal sonando en golpes secos al ritmo futbolero del vamos, vamos Las Pelotas. Encontrarle un sentido a estar parados en
fila esperando el milagro. Y yo, que pensaba que unos papeles picados en el
momento más alto del show sería lo más rockero que vería en mi vida.
Por
los pasillos, en el primer piso, en ese plato volador VIP, en todos lados hay pibas
en zapatillas de lona y flequilludas, pibes con remeras de bandas, con pilusos
en la cabeza, con espíritu rock. Me dejo fascinar por la imagen, veo una
pequeña bandera agitándose adelante, algunos en cuero tratando de zafarse del
calor de los saltos y empujones. La banda recorre serena la lista. Están todos
los climas en su orden, todas los temas que se esperan. Letras que se convirtieron
en himnos y se entonan con la misma solemnidad.
Litúrgico
sucederse de canciones que no pasan de moda, porque nunca lo estuvieron. Próceres
que empuñan sus instrumentos como sables sagrados que dan voz al desamparo
popular, al amor cotidiano, a la pérdida común, a la denuncia. Feliz de haber
formado parte hoy, cierro los ojos obligada y aplaudo con las manos y la
memoria cada himno personal y compartido. Y aunque sé que ni esto es un estadio
ni hoy una fecha mítica, ¿no debería ser siempre histórico cada vez que los
artistas que construyen nuestra identidad convocan al rito?
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