Abro la mochi y hay un montón de cosas
amontonadas: la GuíaT, $30 para la entrada, raros peinados nuevos, 4 bandas en
vivo, cronistas, JOK, el fotógrafo todoterreno, Colegiales, cansancio, Casi
Colegas Casi Competencia, indie o rock. Tengo que ordenarme y salir, pero como
sucede tan a menudo, sólo salgo y ya. En el 65 la juventud agita de lo lindo y
claro, mañana nadie tiene obligaciones que atender. Al chofer no le causa y
paramos en la comisaría para que un gallito los baje del bondi a puro cacareo. Si
así arranca la noche, puedo adivinar que el final será, cuantos menos, a la
mañana siguiente.
Cerca de la 1 AM abren puertas y ventanas, y
las escaleras deparan la sorpresa retro: el lugar se parece un montón a un
salón de fiesta de 15, y eso delira a cualquiera. Pasada la conmoción por
tamaña extrañeza, Nieva Adentro convoca desde ese hipnotismo oscurantista que
lleva su música, mientras nos estallan la vista con su estética incandescente. Chico conoce Alien para despabilar a los
dormidos, pasean por los acordes de El Raro,
Bonita y Lejano.
Aunque los jóvenes del indie que vinieron a verlos todavía se muestran tímidos,
se acercan de a poco a la boca del escenario y se dejan engullir. Es que la
música de Nieva tiene la sensualidad de lo irresistible, combinada con la armonía
de lo nuevo. Chancho de adorno es la
despedida perfecta, para provocar.
Se altera el orden esperado, y Rosario Bléfari
entra en acción. Río Paraná atrae a
la masa, y el público cobra vida, como un enjambre de abejas celebrando a su
emperatriz. Ella, espléndida, les hace honores desplegando un recetario de
canciones que a fuerza de talento se convirtieron en himnos: Cuaderno, Vidrieras, Estaciones. Su menuda
dimensión es el contrapeso de su grandísima presencia. Casi sin cortes, los
temas corren como en un claro, con total transparencia y naturalidad. La gente
se balancea como en un panal sacudido. Reina entre todas, la acompaña una banda
de muerte pequeña, y juntos llevan adelante un show cargado de emoción y calidad.
Se despide justo a tiempo, con esa sonrisa que calma y conquista. Próxima
estación: la Luna.
Rosario arrasó, y se llevó con ella esa
multitud de abejas multicolores que zumbaron a su ritmo. Mateo y los suyos
toman lugar, abren con La energía de los
planetas. Quedamos pocos en pie, pero formamos una columna inquebrantable,
y ponemos el corazón como bandera para que flamee al compás de esas melodías de
ensoñación y locura que son Rayocanción, Absorbo
todos los tés de todas las tardes, Él es mi amigo, Lo más campante. Mateo
de la luna en compañía terrestial hace canciones que tienen forma de cajita
multiforme, y cuando esas cajitas se abren, un ejército de fundamentalistas del
folk está atento a inundar el lugar de papel flotante. Es que es inevitable
festejar esa melodía hechicera. Como una
rana es el gran cierre, y Terremoto hace de las cuerdas de su guitarra un
espectáculo prodigioso.
Llega el turno de estos niños mimados que despiertan
el instinto, y el lugar se eclipsa porque los tres mosqueteros funden la luna y el
sol, y dan nacimiento a otro viaje de luz. Tobogán Andaluz toca María
juega a ser un avión, Canción de navidad, Un tesoro en la avenida y esa que
me deja sin aire, Esperando la primavera.
Facu dice que vino a tocar la guitarra, “no
sé si hay otras cosas para hacer” y cada quien a su juego, acá abajo se
arma ese pogo de niños sin futuro, y otra vez la energía estalla en cada choque
de cuerpos brillando en sudor y fuego. De a ratos se aleja del mic, sólo para
que la voz se traslade al otro lado, y la barrera del escenario se rompe de
nuevo, como en cada vivo. Lo que más quiero
es esa canción compartida, ofrendada en bidireccinonalidad. Todo se vuelve
oscuro en el 5to B, y Tobogán está
revolcándose en el piso. El fotógrafo todo terreno retrata el momento, y ya no
quedan palabras para reflejar la fugacidad de la canción hecha carne.
Con el cuerpo agotado y el alma colmada,
emprendemos la retirada y nos despedimos felices de la XI edición de La Fiesta
de las Luces.
Y la música explota en un beso infinito, en la impunidad de un beso eterno al borde del escenario. Entre el pogo y la banda, impuesto. Un beso salvaje, de dientes chocándose y lenguas explorando. En la humedad de los coros se muerden los labios. Se acoplan sin drama al fervor de la batería golpeando. Los corazones en llamas, protegidos por esa cápsula de sonoridad-futuro. Y en el reflejo del salvajismo de jóvenes con los bolsillos llenos de pasajes a Coney Island voy a reconocer cualquier canción de Tobogán.
ResponderEliminargracias Lupe por esta reseña luminosa, casi me come la fiesta de quince, la evité toda la vida, hasta la mía propia evité, y parecía que como un monstruo perseverante me estaba esperando en el lugar menos esperado cuando ya creía haberme escapado para siempre
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