ph. Marie Le Pen
La
música es
tiempo. Discurre, transcurre, existe,
empieza y termina. Un lapso, un intervalo, una seguidilla de notas,
de melodías suicidas. Estamos acá, en la Ciudad de Buenos Aires, en
un Café Vinilo
que nos abre, cálido, sus puertas. Es miércoles, son las 21hs y El
Gnomo presenta Las
mil y un canciones. Hay un reloj, hay coordenadas, hay tiempo
y espacio, todavía.
Apagar
las luces, hacer un minuto de silencio y respirar a conciencia. La
llama de las velas se desdibuja antes de que los ojos se cierren y
lleguen los acordes de “La
cosecha”. El tiempo quebrándose. Establecido el pacto, la
música hace el resto. Dede la primera fila, se los ve con total
claridad. Hilitos de amor van tejiéndose en el escenario. Nacen en
las cuerdas de la guitarra eléctrica, comandada por Santiago
Garriga. Casi transparentes, como una tanza que salta desde el
clavijero hasta los platillos de Toto Ciccone, y de ahí al bajo de
Javier Reznik, donde dan varias vueltas, se enriedan de una manera
compleja. Y cuando pareciera que van a quedarse allí, “Canción
triste” los arrastra mansamente hasta las teclas de Rodrigo
Ruiz Diaz. La
Filarmónica Cósmica destruyendo el tiempo, fracturándolo.

La
noche no tiene fin, y en el no-tiempo del no-espacio, se borran los
contornos y unos suben al escenario y otros bajan y somos todos parte
de lo mismo, y empapados de amor, cantamos, pegoteados en esos
hilitos de amor que El Gnomo tejió entre acordes y sueños. Ahí
mismo, algo germina, brota, florece. Como sucede con el alimento en
la tierra. Porque el espíritu también se nutre. Para eso no hay
tiempos, no hay formas, no hay secretos. Música,
alimento del alma. Eterna y fugaz, asesina del tiempo.
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