Planificar el anti-domingo es una de mis
ocupaciones predilectas, y las propuestas nuevas son todo un desafío. Alguien
lo hace por mí, y se aparece con un torneo de Roller Dorby bajo la manga, en
pleno barrio de Boedo, un domingo soleado de abril a las 16hs. Claramente, la
oferta parece cubrir todos los requisitos para consagrarse como la más
original hasta la fecha. Las expectativas son altas, la ansiedad corre en el
mismo nivel, y la semana que se va se lleva con ella la paciencia.
Llega la hora, y a dos cuadras de una de las
esquinas más arrabaleras de Buenos Aires algo distinto empieza a gestarse abajo
de la autopista: las jugadoras están llegando, se las ve de lejos, se las
siente. Con su pasión irrefrenable, con esa garra que luego desplegarán en cada
jam, con esas piernas esculturales envueltas en medias de lycra, en medias de
algodón que se colocan cautelosa y sensualmente por encima, en shortcitos
diminutos, ajustados y sugestivos. Todas esas piernas largas como autopistas,
detentando todos los colores y todas las texturas, capturando nuestra atención
toda por un rato.
Y los
patines de dos ejes, claro. Setentistas y contemporáneos, los patines de
colores, los cordones de colores, las ruedas de colores, los frenos de colores.
Y en el extremo opuesto del cuerpo, los cascos. Los cascos llenos de calcos
pegadas por todos los frentes, los cascos negros, rojos, amarillos, rosas,
fucsias, blancos. Toda esta estética que invade el deporte, que lo empapa y le
da esa identidad tan singular. Me lleva un tiempo superar el encandilamiento
que me genera esa tormenta en todas las tonalidades, que es absolutamente
fascinante e hipnótica.
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